martes, 1 de diciembre de 2015

El dolor: ese incómodo compañero de camino

  En el 56 EAC nos hemos querido acercar al mundo del sufrimiento, del dolor, de la enfermedad, en nuestras realidades. Paula nos deja su testimonio de cómo el dolor llegó a su vida y cómo hizo de él un verdadero aprendizaje.

 "Tenía 13 años la primera vez que apareció el dolor. Al principio sólo era el dedo meñique, una hinchazón que me impedía tocar la flauta (parece mentira lo imprescindible que es el más insignificante dedo). Diagnóstico: derrame de líquido sinovial; pronóstico: reposo. Dejé de tocar pero el dolor se extendió a la mano, notaba la línea por la que pasaba el tendón y llegaba a la muñeca, tuve que dejar de escribir. Diagnóstico: tendinitis; pronóstico: reposo. 
   Por difícil que fuera, lo peor no era el dolor, ni el no poder escribir ni hacer esfuerzos con el brazo, ni que pasasen los meses y no hubiera solución, explicación ni mejoría. Lo peor era que, al no haber signos visibles, la gente que me rodeaba no me creyera. Y con 13 años no se tiene la madurez (o al menos yo no la tuve) para saber comunicarme con quien debía entenderme, y no importarme quien no quería hacerlo.    Por primera vez suspendí asignaturas, dos cuyos profesores habían decidido que esto era mentira, el resto de exámenes pude hacerlos oralmente. Los que parecían apoyarme me intentaban convencer de que dejase la flauta, que lo prioritario era el instituto y tenía que centrarme. Ese año me di cuenta de que quería dedicarme a la música, pero no sabía si me iba a atrever. 
   Aunque tampoco sabían si era verdad o mentira lo que yo decía, mis padres escogieron arriesgarse a creerme y una vez se hubo agotado la medicina tradicional buscaron otros médicos, todos con muy buenas referencias, todos habían curado a muchas personas a los que la medicina tradicional había desechado, a muchos músicos que llevaban años sin poder tocar, a todos llegábamos por amigos de amigos que contaban maravillas. Recuerdo especialmente un fisioterapeuta especializado en músicos que curaba tendinitis de gente que llevaba años sin tocar, en una sesión de 10 minutos y un tratamiento de una semana, cobraba 90€ la sesión. Al no poder curarme en la primera semana, me hizo volver sin cobrarme. Al no poder curarme en tres meses reconoció su desconcierto, lo cual me pareció de una honestidad y humildad que echaba en falta en muchos otros.Y todos y cada uno de ellos transformaron su enorme autoconfianza en un "no te puedo ayudar" cuando después sus tratamientos no hacían efecto y mis dolores seguían ganando terreno, doliéndome ya todo el antebrazo y el brazo izquierdo cuando se trataba de tocar.  
   Después de 8 meses sin que funcionara ninguna medicina, aprendiendo a dialogar con el dolor, a veces peleándonos y sufriéndolo, a veces dándonos treguas... pude volver a escribir algunos días y por fin también tocar (Andante de Mozart KV 315 en Do Mayor). Sintiendo que, sin entenderlo muy bien, ya comenzaba mi lenta y esperada cura, ese verano por fin pude tomarme el reposo largo que se suponía que me curaría del todo, reposo de escribir, de tocar, de pensar y de justificarme ante los juicios de quien no creía que me doliera nada, de sentir urgencia en los pocos ratos que podía utilizar la mano porque sabía que no duraría mucho... 
   El curso siguiente comenzó con la decepción de que mi dolor seguía conmigo, tan intenso como siempre y más persistente cuando llegaba, pero también comenzó con la alegría y el alivio de que cuidando no forzar podía escribir, y sobre todo que cuando el dolor aparecía, la mano se hinchaba y se ponía morada durante cerca de una hora, ¡por fin tenía algo visible fácil de creer! 
   Iba al fisio una o dos veces por semana (infrarrojos, corriente eléctrica, ultrasonido y el masaje), tenía cuidado de no hacer demasiado esfuerzo, no mantener los brazos en alto, no hacer mucha fuerza... Ese año, tocando cuando podía, preparé las pruebas de acceso al conservatorio, y entré. Al año siguiente fue cuando decidí que me atrevería a dedicarme a la música. Y si finalmente la tendinitis ganaba la batalla, tenía otras carreras que me podían gustar, pero no tanto como la música, tenía que intentarlo. 
   Pasaron cuatro años de convivencia con mi tendinitis, entre mis 15 y mis 19. Aparecieron dolores en la espalda que a veces me dejaban días enteros en la cama. Estudiaba cuando podía y cuando no me resignaba, y cuando volvía a poder recuperaba tocando todo el tiempo que no había podido antes. No parece la mejor táctica pero ni reposar ni dosificar había funcionado así que sólo me quedaba no pensar mucho en ello e intentar mantenerlo a raya. Aprendí mucho sobre la musculatura de los brazos, sobre los tendones, sobre estiramientos. Aprendí a sentir en detalle mis brazos, distinguir los tipos de dolor, primero dolor "bueno" y dolor "malo", y después dentro de los dolores malos, qué predecía cada tipo de dolor para los siguientes días. Mi voluntad se hizo fuerte. Me acostumbré a tocar con dolor, cuando el dolor me hacía llorar aprendí a abrir la garganta para poder soplar y seguir tocando, y cuando el dolor hacía que mis dedos no pudieran moverse, entonces dejaba de tocar y aprendí a esperar. 
   Al final de esos cuatro años terminé el Conservatorio Profesional. Fue muy duro académicamente, y el dolor lo hizo un poco más. Después de acabar llegaban las pruebas de acceso al superior. Mejor no entro en detalles, sólo decir que hay competitividad a nivel nacional. Conseguí obtener la última plaza del último conservatorio de los que contemplaba como opción, Granada, y como tutor, no el profesor que me interesaba sino una nueva que nadie conocía. Al poco de estar allí el dolor empezó a aumentar más que nunca. No dije nada a nadie: para mi familia sería una gran decepción y significaría que estaba desperdiciando el dinero que costaba mantenerme ahí, para el profesor sería una gran decepción porque no era una de esos grandes alumnos que estudian mucho y tocan muy bien, y estaba desperdiciando una plaza en el mejor conservatorio de Andalucía. Pero era inevitable, el dolor aumentaba y no podía sostener la flauta, el interior de mis codos estaba amoratado por la inflamación del tendón y ya no podía sostener la ducha, cambiar la botella de butano, ni siquiera cortar verdura, ya no podía hacer vida normal. Recuerdo ir a misa y muchas veces escuchar en las peticiones "Por los enfermos", y sentir que pedían por mí. 
    Mi familia reaccionó muy diferente a como imaginaba, no me hizo volver a Madrid y confió en mi búsqueda de cura. El profesor se enteró por otras personas y empezó a trabajar conmigo otras cosas mientras no pudiera tocar. Desde el principio intuía que necesitaba quedarme allí para encontrar solución, creo que principalmente era por la perspectiva que me daba el estar lejos de la educación que había recibido, con sus esquemas mentales y sus relaciones verticales de autoridad, en las que yo siempre estaba abajo. Supongo que mis brazos no podían sostener todo lo que se suponía que tenía encima y por eso dolían tanto.  

   Había construido mi autoestima flautística sobre la comparación, alimentando siempre la competitividad. Mi padre me solía decir: "si te dedicas a esto es para ser la mejor, si no haz otra cosa", y para ello luchaba. La meta siempre era la aprobación del profesor, del tribunal, del director... Y si no era suficientemente buena para ellos es que no era buena, y por lo tanto no merecía dedicarme a la música. Mis compañeros eran personas que estaban encima o debajo de mí, pero nunca a mi lado, porque no hay dos personas iguales. Esta manera de pensar puede parecer extrema, pero hay que entender que la mayoría de estudiantes de música viven la carrera así, y la mayoría de profesores la enseñan así. Muchos crean constantemente situaciones en las que uno gana y los demás pierden, y al que gana le invade el miedo de no hacerlo la siguiente vez. Aunque por fin va cambiando poco a poco, éste ha sido el modo que yo más frecuentemente he encontrado de entender desde dentro esta profesión para la mayoría de músicos. Es fácil entender así lo que suponía una tendinitis en este contexto, una lesión que daba miedo decir en voz alta, y que te tiraba del tren en marcha. 
   Esta profesora que nadie conocía, que nunca habría elegido para estudiar, resultó ser la única que ha podido entender jamás mi tendinitis con verdadera profundidad, y a posteriori sé que si hubiera estado con cualquier otro, en cualquier otro lugar, no habría sabido aguantar y habría dejado la flauta, no sé qué estaría haciendo ahora. Supo romper mis esquemas y mostrarme otros muy diferentes, supo ser el apoyo que me permitió aceptar lo que me pasaba y en vez de rendirme, seguir mirando adentro para entender cada cosa que me hacía mal. En un momento poco alentador para revisiones, supo animarme a cambiar mis zapatos en vez de poner parches y seguir cojeando.  
   Estuve en tratamiento para la tendinitis durante dos años, sin tocar prácticamente nada, aceptando que abandonaba la competición y me iba a otro juego. Aprendí a que no me afectaran frases como "después de tanto tiempo si curarte, ¿por qué sigues intentándolo?", que eran absurdamente frecuentes. Aprendí a dejar de pelearme contra la flauta y sentirla cómplice. Aprendí a vivir el aprendizaje musical como un desarrollo personal, a conectarlo con la parte emocional e incluso espiritual de la persona. Aprendí a orar  con la flauta, que no había sido capaz en los 10 años previos. Me di cuenta de que estudiar música consiste en buscar las cosas que no puedes hacer hoy, entender qué te impide hacerlas y superarlo, y cuando lo logras ya estás buscando nuevas cosas que no puedes hacer; y aprendí que si lograba hacer eso disfrutando del camino y no importándome la meta, sería capaz de hacerlo con el resto de cosas de mi vida. Aprendí que una cosa es estudiar música y otra hacer música, que ambas son inseparables e imprescindibles y que no vale sólo con estudiarla, hay que vivirla. Aprendí a aprender de cosas que antes no sabía ver ni escuchar, y gracias al EAC aprendí que la música no es mi guerra personal, si no que puede ser un regalo en un momento dado, algo que tengo y no se gasta. Aprendí que la manera que se tiene de ver la realidad es demasiado subjetiva y no cuestionarla es impedirse crecer. Que la educación que recibimos, por muy buena que haya sido, nos aporta unas cosas y carece de otras, y siempre hace falta completarla. 
   Todo este cambio de esquemas conllevó una crisis en la relación familiar. Nuestra manera de relacionarnos siempre había funcionado, pero a mí ya no me valía. Crisis significa cambio, y eso pasaba: se rompía en pedazos y había que construir algo diferente. Durante tres años fue muy difícil, pero finalmente mis padres escogieron, una vez más, creer aunque no entendieran, y se pudo construir una nueva y honesta relación. Con el tiempo mi madre me dio el primer abrazo que recuerdo, un par de veces me ha dicho que me quiere (por whatsapp, démosle tiempo), y empezó exigir a sus padres un trato más digno; mi padre empezó a hablar de emociones y ahora es más empático conmigo y con los demás,  vinieron a visitarme y aunque siguen sin llamarme nunca, ¡la semana pasada mi madre me escribió para preguntarme cómo estoy! Suena cómico así dicho pero para ellos ha sido un trayecto muy difícil, he visto cómo han sufrido que les cambien desde fuera sus esquemas relacionales, y cómo han escogido aprender de sus hijos en vez de seguir queriendo enseñarles. Tal vez éste haya sido el regalo más grande. 
   Después de esos diez años, finalmente me curé, completa, profunda y definitivamente, me curé. Hace ahora cuatro años y medio que volví a tocar. 
   Recuerdo pensar sobre ello con felicidad y con cierto orgullo, relativizar la enfermedad y pensar en la gente que da gracias por cosas malas como si fueran buenas ("gracias por la pobreza porque nos hace más humanos"... los cojones). Jamás daría gracias ni me alegraría por haber pasado esto, pero sí reconocí el irremplazable aprendizaje e incluso la huella que ha dejado en mí, las cosas que me obligó a replantear, a revisar, a cambiar. 
   Ahora que ha pasado más tiempo, no sé si es que he olvidado un poco el dolor, o es tal vez que el camino que tomé desde entonces y el que habría tomado sin la tendinitis, teniendo un mismo origen se siguen separando cada vez más. Tal vez es porque reconozco en ese proceso rasgos esenciales de lo que me hacen ser yo hoy, y aunque puede que dentro de 30 años me de cuenta de que habría llegado a las mismas conclusiones de otras mil formas, ahora mismo siento que es en ello en lo que se han consolidado gran parte de mis prioridades, mis elecciones, y mis certezas. Me sentí enferma desde los 13 años hasta los 23, es mucho tiempo y aún es pronto para poder mirarlo en perspectiva, puedo cambiar de opinión más adelante, pero ahora mismo puedo decir que sí doy gracias por mi tendinitis, porque si no hubiera sucedido, ahora no sería la persona que soy." Paula González.-

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